Sobre palos y velas
Algunos creerán que eso es raro, pero no lo es. El arriba firmante, por ejemplo, tuvo en otro tiempo oportunidad de presenciar dos situaciones parecidas, una como testigo y otra como estrella invitada, a medias con el rey del trile, Ángel Ejarque Calvo. La primera fue durante un reportaje nocturno en los barrios duros madrileños, allá por los ochenta. Avisada la policía de que un tío le estaba dando a su legítima las suyas y las del pulpo, acudió una patrulla. Y cuando redujeron al fulano, poniéndole unas esposas, la mujer, a la que el otro había puesto la cara guapa, se revolvió como una fiera contra los maderos. «¡Dejadlo, dejadlo, hijos de puta! –gritaba desgañitándose–. ¡Dejadlo!»
La segunda vez salía de calzarme unas garimbas con Ángel en las Vistillas –acababan de soltarlo del talego–, cuando nos topamos con un jambo que le daba fuertes empujones a una mujer contra el capó de un coche, mientras discutían. Le afeamos la conducta y se nos puso bravo. Ángel –hoy honrado currante y abuelo múltiple–, que fue boxeador y todavía entrenaba en La Ferroviaria, lo miró fijo y muy serio, calculando en dónde iba a calzarle la hostia. Y en ésas se nos rebotó la torda. «¿Pa qué os metéis vosotros?», preguntó. Me encogí de hombros y le dije a mi plas: «Tiene razón, colega. ¿Pa qué nos metemos?». Y Ángel, que siempre rumia las cosas muy despacio y todavía andaba mirándole el hígado al otro, levantó una ceja y dijo: «Vale». Y nos fuimos. Y al rato, después de pensarlo un rato, concluyó, filosófico: «Sarna con gusto no pica, colega».
Podría contarles más bonitas y edificantes historias como ésas, y no sólo de individuos e individuas. También entre pavas se dan su ajo. Tengo una preciosa sobre una conocida feminata que varea con frecuencia a su pareja, y la otra sigue allí, encantada, mientras ambas denuncian con mucho garbo y energía el machismo repugnante de la sociedad española. Pero a estas alturas del artículo ustedes habrán captado el fondo del asunto, resumible en lo de Ángel: leña con gusto no duele. La existencia de ciertos verdugos –no todos, pero sí algunos– sería imposible sin la complicidad activa o pasiva de ciertas víctimas. Sobre eso de las complicidades conozco, casualmente, otra interesante historia doméstica, que concluyó cuando él se despertó a media noche, se la encontró sentada en el borde de la cama, mirándolo, y ella dijo: «La próxima vez que me pongas la mano encima, borracho o sobrio, te corto la garganta mientras duermes». Y no volvió a tocarla, oigan. El tío machote.
De cualquier modo, ya no es como antes. Es verdad que hay muchas mujeres en España que siguen siendo rehenes de una sociedad opresiva, perversa, y también de sí mismas. Para ellas poco ha cambiado desde los tiempos en que la familia aconsejaba tragarlo todo por el qué dirán, y el confesor –infalible pastor de cuerpos y almas– recetaba resignación cristiana y oraciones pías. Es cierto también que el ser humano es muy complejo, y no resulta fácil ponerse en el lugar de una mujer maltratada, a menudo sola y desprovista de apoyos y consuelos, o considerar el proceso de destrucción interior, en ocasiones imperceptible para ellas mismas, al que muchas mujeres inteligentes y capaces se ven sometidas en el matrimonio o la vida en pareja. También es verdad que cuando una mujer se enamora hasta las cachas puede volverse, a veces, completamente gilipollas –«En llegando a querer, y más, doncella, / su honor y el de los padres atropella», decía Lope, llevando el intríngulis a otros pastos–. Todo eso es cierto; pero también lo es que hoy tenemos televisión, periódicos, información circulando por todas partes. Y leyes adecuadas. La ignorancia, el miedo, el amor desaforado, ya no son excusas para ciertos comportamientos y tolerancias.
Cualquier mujer, hasta la más ignorante o estúpida, sabe ahora cosas que antes no sabía. O puede saberlas, a poco que mire. Por eso es tan irritante observar en los hombres, adultos o niños, actitudes que a menudo son sus mismas mujeres, madres, hermanas, esposas, las que las transmiten, alientan y justifican. Es como lo del pañuelo o el velo islámico. Cada vez que veo por la calle a una pava velada con niños pequeños me pregunto hasta qué punto no será culpable, en el futuro, del velo de esa hija y del comportamiento de ese hijo. Poca diferencia encuentro entre la mujer que disculpa al hombre que le sacude estopa y la que afirma llevar el hiyab en ejercicio voluntario de su libertad personal. En tales casos, igual que mi colega Ángel aquella noche en las Vistillas, no puedo menos que pensar: sarna con gusto no pica, colega. Que cada palo aguante su vela. Que cada velo aguante su palo.
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